¡No me extraña que no les gustara a los niños! Yo, si tuviera que vivir mucho tiempo en esta habitación, también lo odiaría. Viene John. Tengo que esconder esto. Le irrita que escriba.
Llevamos dos semanas en la casa y desde el primer día no he vuelto a tener ganas de escribir. Estoy sentada al lado de la ventana, en este cuarto de los niños que es una atrocidad, y nada me impide escribir todo lo que quiera, salvo la falta de fuerzas. John se pasa el día afuera, y hasta hay noches en que tiene casos graves y se queda. ¡Me alegro de que no lo sea el mío! Aunque estos nervios son lo más deprimente que hay. John no sabe lo que sufro. Sabe que no hay razón para sufrir, y con eso le basta. Claro que sólo son nervios. ¡Me agobian tanto que dejo de hacer lo que tendría que hacer! ¡Yo, que quiero ayudar a John, servirle de descanso y consuelo, y aquí estoy, tan joven y convertida en una carga!
Nadie se creería el esfuerzo que representa lo poco que puedo hacer: vestirme, recibir visitas y hacer pedidos. Afortunadamente Mary se las arregla con el bebé. ¡Qué criatura divina! Pero no puedo, no puedo estar con él. ¡Me pongo tan nerviosa!
Supongo que John no habrá estado nervioso en toda su vida. ¡Cómo se ríe de mí por el papel tapiz! Quiso poner uno nuevo, pero luego dijo que estaba dejando que me obsesionara, y que para una enferma de los nervios no hay nada peor que ceder a esa clase de fantasías. Dijo que una vez puesto un papel nuevo pasaría lo mismo con la cama, y luego con los barrotes de las ventanas, y luego con la reja que hay al final de la escalera, y que se convertiría en el cuento de nunca acabar.
-Sabes que este sitio te sienta bien -dijo-, y francamente, cariño, no pienso reformar la casa sólo para un alquiler de tres meses.
-Pues vamos abajo -dije yo-. Abajo hay dormitorios muy bonitos.
Entonces me tomó en brazos y me llamó tontita. Dijo que si se lo pedía yo bajaría al sótano, y hasta lo encalaría.
De todas maneras tiene razón con lo de las camas, las ventanas y el resto. Es una habitación tan aireada y cómoda que más no se puede pedir. Lógicamente, no voy a ser tan tonta como para incomodar a John por un simple capricho. La verdad es que me estoy encariñando con el dormitorio. Con todo menos con ese tapiz amarillo tan horrible. Por una ventana veo el jardín, las misteriosas pérgolas con su sombra impenetrable, flores de otra época, los arbustos los árboles nudosos... Por otra tengo una vista de la bahía, y un embarcadero, privado, que pertenece a la casa. Se baja por un sendero precioso, con mucha sombra. Siempre me imagino que veo gente caminando por todos esos caminos y pérgolas, pero John me ha advertido que no alimente fantasías. Dice que con la imaginación que tengo, y con mi costumbre de inventar cosas, una debilidad nerviosa como la mía sólo puede desembocar en toda clase de fantasías desbordantes, y que debería usar mi fuerza de voluntad y mi sentido común para controlar esa tendencia. Es lo que intento.
A veces pienso que si tuviera fuerzas para escribir un poco se aligeraría la presión de las ideas, y podría descansar. Pero cada vez que lo intento me doy cuenta de que me agoto. ¡Desanima tanto que nadie me aconseje ni me haga compañía en mi trabajo! John dice que cuando me ponga bien invitaremos al primo Henry y a Julia; pero dice que en este momento preferiría ponerme petardos en la almohada antes de dejarme en una compañía tan estimulante.
Ojalá me curara más deprisa. Pero no tengo que pensarlo. ¡Me da la impresión de que este tapiz amarillo sabe la mala influencia que tiene! Hay una zona recurrente donde el dibujo se dobla como un cuello roto, y te miran dos ojos saltones puestos al revés. Es tan impertinente, tan pertinaz, que me enfurece. Se repite hacia arriba, hacia abajo, de lado, y por todas partes aparecen esos ojos ridículos, mirándome sin pestañear. Hay un sitio donde no encajan bien dos rollos, y los ojos se repiten de arriba a abajo, uno más alto que el otro. Nunca había visto tanta expresión en una cosa inanimada, ¡y ya se sabe lo expresivas que son! De niña me quedaba despierta en la cama, y sacaba más diversión y más miedo de una pared en blanco o de un mueble normal y corriente que la mayoría de los niños en una tienda de juguetes. Aún recuerdo la simpatía con que me guiñaban el ojo los tiradores de nuestro escritorio antiguo, y había una silla a la que siempre tuve por una amiga fiel. Me parecía que si alguna de las demás cosas tenía un aspecto demasiado amenazador siempre podía subirme a la silla y ponerme a salvo.
Lo peor que puede decirse del mobiliario de esta habitación es que le falta armonía, porque tuvimos que subirlo de la planta baja. Supongo que cuando servía de sala de juegos tuvieron que quitar todo lo de cuando eran pequeños los niños. ¡No me extraña! Nunca he visto destrozos iguales. Ya he dicho que el tapiz está arrancado en varios sitios, y eso que estaba bien pegado. Además de odio debían de tener perseverancia. El suelo, además, está cubierto de rayas, agujeros y trozos desprendidos. Hasta el yeso tiene algún que otro boquete, y esta cama tan grande y pesada, que es lo único que encontramos en la habitación, parece salida de una guerra. Pero a mí me da igual. Sólo me molesta el tapiz.
Viene la hermana de John. ¡Qué atenta es! Que no me encuentre escribiendo.
Es un ama de casa perfecta y entusiasta, y no aspira a ninguna otra profesión. ¡Estoy convencida de que para ella estoy enferma porque escribo! Pero cuando no está puedo seguir escribiendo, y estas ventanas hacen que la vea de muy lejos. Hay una que da a la carretera, una carretera muy bonita y con muchas curvas. Otra tiene vistas al campo, lleno de olmos frondosos, y de prados aterciopelados. Este tapiz tiene una especie de dibujo secundario en otro color; es de lo más irritante, porque sólo se ve cuando la luz entra de cierta manera y ni siquiera así queda nítido. Pero en las partes donde no se ha descolorido y donde da el sol así... Veo una especie de figura extraña, provocadora, amorfa, algo que parece acechar por detrás de ese dibujo principal tan tonto y llamativo... ¡Ya sube la hermana!
¡Bueno, pues ya ha pasado el cuatro de julio! Se han marchado todos y estoy agotada. John pensó que me ayudaría ver a gente, y por eso hemos tenido a mamá, a Nellie y a los niños durante una semana. Yo no he hecho nada, claro. Ahora se ocupa Jennie de todo. Pero igualmente me he cansado. John dice que si no mejoro me enviará en otoño a ver al doctor Weir Mitchell. No quiero ir por nada del mundo. Una vez fue a verlo una amiga y dice que es igual que John y que mi hermano, sólo que peor. Además, un viaje tan largo son palabras mayores. Tengo la sensación de que no vale la pena esforzarse, y es horrible lo nerviosa y quejosa que me estoy poniendo. Lloro por nada, y me paso casi todo el día llorando. Cuando está John no lloro, claro, ni con él ni con nadie, pero cuando estoy sola sí. Y últimamente paso mucho tiempo sola. A menudo John se queda en la ciudad por casos graves, y Jennie, que es buena, me deja sola siempre que se lo pido. Entonces paseo por el jardín o por aquel camino tan simpático, o me siento en el porche debajo de las rosas, y paso bastante tiempo estirada aquí arriba.
Me está gustando mucho el dormitorio, a pesar del papel tapiz. O puede que a causa de él... ¡Lo tengo tan metido en la cabeza! Me quedo estirada en la cama enorme e imposible de mover (creo que está clavada al suelo), y me paso horas mirando el dibujo. Es como hacer gimnasia, en serio. Por ejemplo: empiezo por la base, en aquella esquina donde no lo han arrancado, y me comprometo por enésima vez a seguir ese dibujo absurdo hasta llegar a algún tipo de conclusión. Algo sé de los principios del diseño, y veo que este dibujo no sigue ninguna ley de radiación, alternancia, repetición, simetría o cualquier otro principio que conozca yo. Se repite en cada rollo, lógicamente, pero en nada más. Según cómo se mire, cada rollo es independiente, y las pomposas curvas y adornos (una especie de románico degenerado con delirium tremens) suben y bajan torpemente en columnas aisladas y fatuas. Visto de otra manera se conectan en diagonal, y la proliferación de líneas crea grandes oleadas de horror óptico, como una vasta extensión de algas movidas por la corriente. También funciona en sentido horizontal, o al menos lo parece. Me esfuerzo tanto en distinguir el orden que sigue en esa dirección que acabo cansada.
Pusieron un rollo en horizontal, a modo de friso. Parece mentira lo que ayuda eso a complicarlo todavía más. Hay una esquina de la habitación donde está casi intacto, y cuando ya no se cruzan los rayos de sol y le da directamente la luz del atardecer casi me parece que sí que hay radiación. Los interminables grotescos dan la impresión de originarse en un centro común, y de salir todos despedidos con el mismo enloquecimiento. Me cansa seguirlo con la vista. Me parece que voy a dormir un poco.
No sé por qué escribo esto. No quiero escribirlo. No me siento capaz. Además, sé que a John le parecería absurdo. ¡Pero de alguna manera tengo que decir lo que siento y lo que pienso! ¡Es un alivio tan grande...! Aunque el esfuerzo está siendo más grande que el alivio. Ahora me paso la mitad del tiempo con una pereza horrible, y me acuesto con mucha frecuencia. John dice que no tengo que perder fuerzas. Me ha hecho tomar aceite de hígado de bacalao, tónicos a mansalva y no sé qué más; y no hablemos de la cerveza, el vino y la carne poco hecha. ¡Qué bueno es John! Me ama y no le gusta nada que esté enferma. El otro día intenté hablar con él y contarle las ganas que tengo de que me deje salir y hacer una visita al primo Henry y Julia. Pero dijo que no estaba en condiciones de viajar, ni de resistirlo; y yo no me defendí demasiado bien, porque antes de acabar ya estaba llorando.
Me está costando mucho razonar. Supongo que será por los nervios. Y el bueno de John me tomó en brazos, me llevó arriba, me puso en la cama y me leyó hasta que se me cansó la cabeza. Dijo que yo era la niña de sus ojos, su consuelo, lo único que tenía en el mundo; que tengo que cuidarme por él, y ponerme bien. Dice que de esto sólo puedo salir yo misma; que tengo que usar mi voluntad y mi autocontrol, y no dejarme vencer por fantasías tontas. Una cosa me consuela: el bebé está bien de salud, y no tiene que estar en este espantoso cuarto de los niños, con su horrendo papel tapiz. ¡Si no lo hubiéramos usado nosotros habría sido para el pobre niño! ¡Qué suerte habérselo ahorrado! Ni muerta dejaría yo que un hijo mío, una cosita tan impresionable, viviera en una habitación así. Es la primera vez que lo pienso, pero a fin de cuentas es una suerte que John me dejara aquí. Lo digo porque puedo soportarlo mucho mejor que un bebé.
Claro que ahora ya no se lo comento a nadie. ¡Tan tonta no soy! Pero sigo observándolo. En ese papel tapiz hay cosas que sólo sé yo; cosas que no sabrá nadie más. Cada día se destacan más las formas imprecisas que hay detrás del dibujo principal. Siempre es la misma forma, sólo que repetida. Y es como una mujer agachada, arrastrándose detrás del dibujo. No me gusta nada. Me pregunto si... Empiezo a pensar... ¡Ojalá que John se llevase esto de aquí!
Es muy difícil hablar con él de mi caso, porque es tan listo, y me quiere tanto... De todos modos anoche lo intenté. Había luna. La luna entra por todos los lados, igual que el sol. Hay veces en que odio verla; va subiendo muy poco a poco, y siempre entra por alguna de las ventanas. John dormía, y como no me gusta despertarlo me quedé quieta y miré la luz de la luna sobre el papel tapiz, hasta que tuve miedo. Parecía que la figura borrosa sacudiera el dibujo, como si quisiera salir. Me levanté sigilosamente y fui a tocar el papel, a ver si era verdad que se movía. Cuando volví, John estaba despierto.
-¿Qué te pasa, amor? -dijo-. No te pasees así, que te resfriarás.
Me pareció buen momento para hablar. Le dije que aquí no mejoro nada, y que tenía ganas de que me llevara a otra parte.
-¡Pero cariño! -contestó-. Nos quedan tres semanas de alquiler, y no se me ocurre ninguna manera de marcharnos antes. En casa aún no están hechas las reparaciones, y no puedo marcharme de la ciudad. Si corrieras peligro lo haría, por supuesto, pero la cuestión es que estás mejor, amor, aunque no te des cuenta. Soy médico, cariño, y sé lo que digo. Estás ganando peso y color, y tu apetito mejora. La verdad es que estoy mucho más tranquilo que antes.
-No peso ni un gramo más -dije-; al revés. ¡Y puede que mi apetito haya mejorado por las noches, cuando estás tú, pero por la mañana, cuando te vas, está peor!
-¡Pobre amor mío! -dijo John, abrazándome con fuerza-. ¡Te dejo estar todo lo enferma que quieras! Pero a ver si ahora aprovechamos para dormir. Ya hablaremos mañana por la mañana.
-¿O sea, que no quieres marcharte? -pregunté con voz triste.
-¿Cómo quieres que me vaya, mi vida? Tres semanas más y saldremos de viaje unos días, mientras Jennie acaba de preparar la casa. Estás mejor, cariño. Hazme caso.
-Físicamente puede que sí -empecé a decir; pero me quedé, porque John se incorporó y me dirigió una mirada tan seria y cargada de reproche que no fui capaz de seguir hablando.
-Cariño -dijo-, te ruego por mi bien y el de nuestro hijo, además del tuyo, que no dejes que se te meta esa idea ni un segundo. Para un carácter como el tuyo no hay nada más peligroso. Ni más fascinante. Es una idea falsa, además de tonta. ¿No confías en mi palabra de médico?
Yo, como es lógico, no dije nada más. Tardamos en acostarnos. John creyó que había sido la primera en dormirme, pero era mentira. Me quedé despierta varias horas, tratando de decidir si el dibujo principal y el de detrás se movían juntos o separados. A la luz del sol, hay una falta de secuencia, un desafío a las leyes, que produce irritación constante en un cerebro normal. El color de por sí ya es bastante repulsivo, inestable y exasperante, pero el dibujo es una tortura. Parece que lo tienes dominado, pero justo cuando lo sigues sin perderte da una voltereta hacia atrás. Te pega un bofetón, te tira al suelo y te pisotea. Es como una pesadilla. El dibujo principal es un arabesco recargado, que recuerda a un hongo. Hay que imaginarse una seta con articulaciones, una ristra interminable de setas, brotando en circunvoluciones que no se acaban nunca. Es algo así. ¡Pero sólo a veces!
Este tapiz tiene una peculiaridad, algo que por lo visto sólo noto yo: que cambia con la luz. Cuando entra el sol por la ventana del este (yo siempre vigilo la aparición del primer rayo), cambia tan deprisa que nunca acabo de creérlo. Por eso siempre lo observo. A la luz de la luna (cuando hay luna entra luz toda la noche) no me parece el mismo papel. ¡De noche, sea cual sea la fuente de luz (el crepúsculo, una vela, la lámpara o la luz de la luna, que es la peor), se convierte en barrotes! Me refiero al dibujo principal, y la mujer de detrás se ve con absoluta claridad. Tardé bastante en reconocer lo que se ve detrás, ese dibujo secundario tan impreciso, pero ahora estoy segura de que es una mujer. A la luz del día está borrosa, inmóvil. Yo creo que no se mueve por el dibujo principal. ¡Es tan desconcertante...! Yo, mirándolo, me quedo horas sin moverme.